25 de julio de 2007

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21 de julio de 2007

12 El Samnio y más allá de él

La conquista de Italia [4 de 4 partes]


Roma no ignoraba en modo alguno el hecho de que los samnitas no habían sido aplastados. Durante los años de paz se fortaleció en todas direcciones. Se anexó el territorio situado al este del Lacio y al norte del Samnio, llegando al mar Adriático por vez primera. De este modo interpuso una sólida franja de territorio romano entre los samnitas del sudoeste y los etruscos y galos del noroeste. Fundó ciudades en los Apeninos (que corren a lo largo de toda la Península Italiana como una columna dorsal) para que sirvieran como centros de fuerza en la ofensiva y de resistencia en la defensiva.

Los galos, naturalmente, sintieron temores ante el creciente poder de Roma. La ciudad que habían tomado y saqueado un siglo antes había logrado surgir de sus ruinas y hacerse cada vez más poderosa. Ahora dominaba 38.000 kilómetros cuadrados de Italia central. Se extendía de mar a mar y ninguna otra potencia italiana podía hacerle frente.

Demasiado tarde (los enemigos de Roma siempre reaccionaban demasiado tarde) los galos decidieron unirse a los enemigos que tenía Roma en la Península y aplastar a la potencia advenediza.

Lucania suministró el pretexto para una nueva guerra, pues llegaron a Roma enviados lucanos quejándose de que los samnitas estaban nuevamente hostilizándolos, en violación de los acuerdos del tratado. Esto era todo le que Roma necesitaba. Rápidamente invadió el Samnio y comenzó la Tercera Guerra Samnita, en 298 a. C.

Pero los samnitas decidieron esta vez no enfrentarse solos con los romanos. Un ejército samnita se abrió camino hacia el Norte, y unido a los etruscos y los galos, enfrentó a los romanos.

Para los romanos fue una alianza temible. No habían olvidado a los galos, y su nombre mismo hacía latir con inquietud los corazones romanos.

Fabio Máximo, que había asolado Etruria en la guerra anterior, fue enviado nuevamente al Norte. En 295 a. C., los ejércitos enemigos se encontraron en Sentinum, a unos 180 kilómetros al norte de Roma y a sólo 50 kilómetros al sur de la frontera gala. Los romanos habían ido al encuentro de los galos recorriendo bastante más que la mitad del camino.

En la batalla que sobrevino, los samnitas y los galos resistieron firmemente el ataque romano durante un tiempo, pero los etruscos se dispersaron cuando los romanos enviaron un destacamento a saquear Etruria. El cónsul colega de Fabio era Decio Mus, hijo y tocayo del cónsul que se había dado muerte para obtener la victoria durante la Guerra Latina. El hijo decidió ahora hacer lo mismo y, después de apropiados ritos religiosos, se lanzó a la línea del frente en busca de la muerte... y la encontró.

Finalmente, los romanos triunfaron. Los restos del ejército samnita se retiraron apresuradamente y los galos fueron prácticamente barridos. La victoria romana fue completa, pues las pérdidas enemigas habían sido tres veces superiores a las romanas.

Terminó el terror que inspiraba el nombre de los galos. Estos ya no tomaron parte en la lucha; tenían suficiente. La pesadilla del 390 a. C. desapareció para siempre de la mente romana. Los etruscos hicieron una paz separada en 294 a. C. y los samnitas quedaron luchando solos.

Papirio Cursor invadió el Samnio. En la parte sudoriental de esta región, a unos 260 kilómetros al sudeste de Roma, el ejército romano (combatiendo cada vez más lejos de su hogar) enfrentó y derrotó a los samnitas en Aquilonia, en el 293 a. C. Los samnitas siguieron luchando desesperadamente durante tres años más, pero por último, en 290 a. C., cedieron nuevamente.

Aun entonces, Roma no estuvo en condiciones de exigir un sacrificio demasiado grande al tenaz enemigo que combatía contra ella, con breves interrupciones, desde hacía medio siglo. El Samnio fue obligado a entrar en alianza con Roma, pero era una alianza de partes casi iguales. El Samnio no tuvo que renunciar a su independencia, pero ya no pudo combatir independientemente; los samnitas sólo podían marchar a la guerra bajo el mando de generales romanos.

Aquietado el Samnio, Roma consolidó su dominación en Etruria y entre las tribus galas al este de Sentinum. En 281 a. C. estaba bajo su control toda Italia, desde el límite meridional de la Galia Cisalpina hasta las ciudades griegas del Sur. Dominaba casi la mitad de la Península.

Pero, como siempre, completada una conquista, surgía un peligro más allá de ella.

Las ciudades griegas del Sur contemplaban con asombro y temor al nuevo coloso que se cernía sobre ellas.

Cien años antes, Roma era una ciudad desconocida, destruida por bárbaros galos (suceso apenas mencionado en las obras de un solo filósofo griego de la época). Luego, durante un siglo, siguió siendo una más de las tribus nativas italianas que los cultos griegos juzgaban desdeñosamente como meros estorbos bárbaros. Ahora los ejércitos romanos estaban en todas partes, y en todas partes eran victoriosos.

Algunas ciudades griegas trataron de sacar el mejor partido posible de la situación uniéndose a los romanos, ya que no podían derrotarlos. Neapolis (la actual Nápoles), muy lejos, al Noroeste, de la principal potencia griega, se alió con Roma.

Pero Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, no tenía intención de someterse a los bárbaros. Buscó ayuda en el exterior, como había estado haciendo desde hacía bastante tiempo. Fue Tarento la que había llamado a Alejandro de Epiro contra los italianos medio siglo antes.

Mientras Roma se hallaba profundamente empeñada en la guerra con el Samnio, los tarentinos pensaron que habían encontrado en Sicilia al hombre apropiado. Un capaz general, Agatocles, se había hecho amo de Siracusa, la mayor ciudad de Sicilia, en 316 a. C. Desde Siracusa extendió su dominación sobre casi toda Sicilia, y por un momento pareció que sería el campeón de la causa griega en todo el Oeste.

Pero los cartagineses, que combatían contra los griegos de Sicilia desde hacía dos siglos, se pusieron en acción y enviaron un gran ejército contra Agatocles. Este fue derrotado en 310 y acorralado en la misma Siracusa.

Agatocles tuvo entonces una idea sumamente audaz, que iba a tener importantes consecuencias un siglo más tarde. Decidió llevar la lucha a la misma Cartago. Se deslizó fuera de Siracusa con un pequeño ejército y se dirigió hacia la costa africana, eludiendo a la flota cartaginesa.

Los cartagineses fueron totalmente tomados por sorpresa. No habían tenido enemigos importantes en África durante siglos y se sentían seguros de que ningún enemigo podía aproximarse por mar mientras la flota cartaginesa dominase los mares. Por ello, la ciudad y sus vías de acceso no estaban defendidas, y Agatocles pudo saquear y asolar a voluntad. Los cartagineses se vieron obligados a firmar un tratado de paz con él en 307 a. C., con lo que su poder en Sicilia fue aún mayor que antes.

Los tarentinos llamaron a Agatocles a Italia, y éste estuvo en ella varios años. Los romanos, activamente empeñados en someter a los samnitas y consolidar sus conquistas, le prestaron poca atención.

Bajo un hombre como Agatocles, los griegos de Occidente podían haber llegado a ser suficientemente fuertes como para resistir a los romanos. Pero Agatocles no pudo hacer que los tarentinos permaneciesen firmemente a su lado, como no lo habían conseguido los que habían antes ayudado a Tárenlo. Los tarentinos querían ayuda, pero no deseaban ver perturbado su cómodo y próspero modo de vida mientras se los ayudaba ni que quienes los ayudaban tuviesen tanto éxito que llegasen a ser peligrosos.

Agatocles se estaba acercando a los setenta años y abandonó la lucha. Dejó Italia y murió poco después, en 289 a. C.

Tarento, pues, se encontró sola una vez más, y frente a un gigante romano que era más fuerte que nunca. Tampoco había posibilidad alguna de que Roma dejase en paz a las ciudades griegas. Siempre había querellas y crisis locales que le brindaban oportunidades para intervenir.

En 282 a. C., por ejemplo, Thurii, ciudad griega situada sobre la suela de la bota italiana, pidió ayuda a Roma contra las incursiones de las tribus italianas de Lucania, que aún mantenían una precaria independencia. Los romanos respondieron prontamente al llamado y ocuparon Thurii.

Tarento, consternada ante la aparición de un contingente romano en el corazón de la Magna Grecia, cayó en tal desesperación que emprendió una acción por su cuenta. Cuando aparecieron barcos romanos frente a la costa, los tarentinos hundieron los barcos y mataron a su almirante. (Los barcos eran pequeños, pues Roma aún no había creado una verdadera flota.) Alentados por este modesto éxito, luego los tarentinos enviaron un ejército a Thurii y expulsaron a la pequeña guarnición romana.

Roma, aún no dispuesta a luchar en el sur de Italia, y debiendo terminar el ajuste de cuentas más al norte, decidió por el momento presentar la otra mejilla. Envió delegados a Tarento para concertar una tregua y pedir la devolución de Thurii. Los tarentinos se rieron de la manera romana de hablar griego, y cuando los embajadores romanos estaban abandonando el centro del gobierno, un pillo de la multitud orinó deliberadamente la toga de uno de ellos. La multitud rió ruidosamente.

El indignado embajador proclamó amenazadoramente que esa mancha sería lavada con sangre; volvió a Roma y mostró la toga manchada al Senado. Este, lleno de cólera, declaró la guerra a Tarento en 281 a. C.

Ahora los tarentinos se sintieron realmente atemorizados. Una broma era una broma, pero los severos romanos parecían no tener sentido del humor. Los tarentinos miraron al exterior en busca de ayuda, y afortunadamente estaba disponible un general aún más capaz que Agatocles y ansioso de hacer suya la querella tarentina.


Isaac ASIMOV, «La conquista de Italia», en La República Romana, capítulo 3, páginas 34-37.

11 Caminos y legiones

La conquista de Italia [3 de 4 partes]


Por entonces estaba adquiriendo poder en Roma otro Apio Claudio, descendiente del patricio sabino (véase página 17 )y del decenviro tirano (véase página 19). Más tarde se lo llamó Apio Claudio Caecus o «el Ciego», pues posteriormente perdió la vista.

En 312 a. C. fue elegido censor, cargo creado en 443 antes de Cristo, después de redactarse las Doce Tablas. Había dos censores, que se elegían por un período de un año y medio, y sólo los cónsules tenían un rango superior. En un principio, el cargo sólo podía ser ocupado por patricios, pero en 351 a. C. se permitió a los plebeyos acceder a él, y después de 339 a. C. uno de los censores debía ser un plebeyo.

Originalmente, las funciones del censor incluían la supervisión de los impuestos. (La palabra «censor» proviene de una voz latina que significa «poner impuestos».) Para hacer eficientes y justos los impuestos era menester contar a la gente y evaluar sus propiedades. Así se instituyó un census cada cinco años, y todavía hoy usamos la palabra para designar la elaboración de estadísticas concernientes a la población.

Luego, el censor tuvo también el derecho de excluir a determinados ciudadanos de las funciones públicas si habían realizado acciones inmorales. Hasta podían degradar a una persona, expulsarla del Senado o despojarla de algunos o de todos sus derechos de ciudadano si sus acciones demostraban que era indigno de ellos. De aquí proviene nuestra noción moderna de censor, como alguien que supervisa la moralidad pública.

Apio Claudio Caecus fue responsable de una serie de innovaciones. Fue el primero que extendió la ciudadanía romana a individuos que no poseían tierras. Esto suponía el reconocimiento del hecho de que estaba surgiendo en Roma una clase media: mercaderes y artesanos —o, en otras palabras, hombres de negocios—, cuya prosperidad provenía de fuentes distintas de la agricultura y cuya existencia era necesario aceptar. Claudio también estudió gramática, escribió poesía y fue el primer romano que puso por escrito sus discursos. Es considerado el padre de la prosa latina, y se ve en él que Roma estaba convirtiéndose en algo más que un conjunto de agricultores y soldados. La cultura estaba empezando a penetrar en la ciudad, y algunos romanos comenzaban a pensar tanto como a actuar.

Pero la acción más importante de Apio Claudio la llevó a cabo en 312 a. C., cuando supervisó la construcción de una buena ruta desde Roma hacia el Sudeste, a través del Lacio y la Campania, hasta Capua, una distancia de 211 kilómetros. En un principio quizá estuvo cubierta de grava, pero en 295 a. C. fue empedrada en su totalidad con grandes bloques de piedra. (En años posteriores se la extendió a través del Samnio y Apulia hasta el talón mismo de la bota italiana.)

Fue el primer camino empedrado que construyó Roma, pero en siglos posteriores, cuando dominó un vasto sector del mundo antiguo, los caminos romanos se extendieron por todas partes y sirvieron como rutas por las cuales se podía trasladar ejércitos de una parte a otra del dominio según lo exigiese la ocasión.

Todos los caminos partían de Roma, por supuesto, y aún usamos la frase «todos los caminos conducen a Roma» para significar que ocurrirá algo inevitable, por muchos intentos que se hagan para evitarlo. Los caminos fueron construidos para que durasen y constituyen una de las gloriosas realizaciones de los romanos, pues en ningún período anterior de la Historia del mundo se creó en una región tan grande un sistema de comunicaciones tan denso y eficiente.

Los caminos romanos (que se deterioraron lentamente con los siglos) sirvieron a la población de Europa durante mil años y más después del fin del período romano. En realidad, no se hizo nada mejor hasta mediados del siglo XIX, cuando empezó a extenderse por las tierras una red de ferrocarriles.

El camino construido por Apio Claudio no fue sólo el primero, sino también el más conocido de los caminos romanos. Los romanos lo llamaron la Vía Appia, por el censor que lo construyó.

Su finalidad inmediata era servir al ejército romano como medio eficaz para llegar a Campania y volver de ella y de este modo poder combatir mejor a los samnitas. Para este fin, el camino fue muy útil.

Además, la habilidad romana en el arte de la guerra estaba mejorando gracias a la experiencia que proporcionaban las duras batallas con los tenaces samnitas.

En los días anteriores a la invasión gala, los romanos luchaban en forma similar a otros ejércitos. Reunían a los hombres capaces de combatir en una sola masa que no era tan grande como para ser difícil de manejar. Esta masa, que tenía de 3.000 a 6.000 hombres, era llamada una legión (de una palabra latina que significa «reunir»).

La legión estaba armada con largas espadas y arremetía contra el enemigo al unísono, con la esperanza de que el peso de la carga destruyese las líneas enemigas. Cuál de las partes ganase la batalla dependía de cuál de ellas lograse coger al enemigo por sorpresa o desequilibrarlo o superarlo en número. A igualdad de otros factores, podía depender de cuál de las partes cargase con mayor fiereza o pudiese resistir lo suficiente para permitir la llegada de refuerzos.

Durante toda la antigüedad se usó este ataque en masa. Fue llevado a su más alto grado de perfección con la falange macedónica, que fue imbatible mientras funcionó a la perfección.

Pero en el siglo IV a. C., los romanos convirtieron la legión en una máquina para la conquista del mundo. Según la tradición, el cambio empezó con Camilo. Durante el largo sitio de Veyes mantuvo el ejército en armas durante largos períodos, y no sólo para breves campañas en aquellos intervalos en que los soldados podían dejar sus faenas agrícolas. Mantener a los hombres en armas durante largos períodos implicaba que era menester pagar a los soldados, y Camilo fue el primero que instituyó tal paga. También implicaba que se disponía de tiempo suficiente para entrenar a los soldados en maniobras más complicadas que la mera carga a una señal dada.

La legión llegó a constituir un cuerpo complejo, con 3.000 hombres pesadamente armados, 1.000 ligeramente armados para maniobras más rápidas y 300 jinetes (o caballería) para maniobras aún más veloces. La legión era ordenada en tres líneas, todas las cuales llevaban pesadas y cortas espadas. Las dos primeras líneas llevaban también cortas jabalinas arrojadizas, mientras la tercera llevaba las espadas largas más comunes.

Las dos primeras líneas eran divididas en pequeños grupos llamados manípulos (de una palabra latina que significa «puñado»), formados por 120 hombres cada uno. Los manípulos eran colocados dejando espacios entre ellos y las dos líneas eran dispuestas de tal modo que los manípulos formaban como un tablero de ajedrez.

La primera línea avanzaba sobre el enemigo, arrojaba sus jabalinas y cargaba con sus espadas. Después de hacer considerables estragos, retrocedía, y la segunda línea, fresca y descansada, hacía lo mismo, mientras la tercera línea permanecía como reserva a la espera de lo que pudiera suceder, por ejemplo, la llegada de refuerzos enemigos.

Si un ataque repentino del enemigo o algún otro infortunio hacía retroceder a la primera línea, los manípulos de ésta podían ocupar los espacios que dejaban los manípulos de la segunda línea. Así, la retirada convertía a la legión en una sólida falange que podía resistir firme e inamoviblemente (como sucedió muchas veces).

La legión era perfecta para un terreno montañoso y desigual. Una sólida falange siempre podía ser desquiciada si no marchaba como una unidad perfecta. La legión, en cambio, podía expandirse. Los manípulos podían abrirse camino por las obstrucciones y luego reunirse nuevamente, si era necesario. La falange era como un puño, mortal, pero nunca podía abrirse. La legión era como una mano que puede extender ágil y sensiblemente los dedos, pero que puede cerrarse en un puño en cualquier momento.

El arte en desarrollo de la legión como estructura bélica estaba dando la ventaja a los romanos sobre los samnitas. Esto se puso claramente de manifiesto cuando, en 312 a. C., las ciudades etruscas, meras sombras de su antigua grandeza, se pusieron en acción. Un largo período de paz, reforzada por tratados, llegó a su fin; los etruscos pensaron que, estando Roma ocupada en el Sur, era tiempo de que Etruria luchase por su libertad.

Pero los romanos, en absoluto amedrentados, enviaron legiones al Norte y al Sur y libraron vigorosamente una guerra de dos frentes. En ella se distinguió el general romano Quinto Fabio Máximo Ruliano. Anteriormente, en la guerra contra los samnitas, Fabio había atacado y derrotado (contraviniendo órdenes) a un ejército samnita durante la ausencia del dictador Papirio Cursor. Este, a su retorno, estaba totalmente decidido a castigar y quizá hasta a ejecutar a Fabio, pues para ese hombre rígido la victoria no era una excusa para la desobediencia. Pero sí lo era para los soldados, y Papirio dejó en libertad a Fabio ante la amenaza de una rebelión.

Luego Fabio recompensó a Roma conduciendo un ejército a la lejana Etruria Septentrional y derrotando a los etruscos allí donde los encontró. Estos se vieron obligados a abandonar la lucha en 308 a. C.

Mientras tanto, Papirio Cursor expulsó completamente a los samnitas de Campania, y en 305 a. C. invadió el mismo Samnio. Los samnitas no vieron otra solución que hacer la paz, aunque sólo fuera para obtener un respiro que les permitiese luego reanudar el combate. En 304 a. C. se firmó la paz y llegó a su fin la Segunda Guerra Samnita. Los samnitas renunciaron a toda la Campania, pero conservaron su fuerza esencial en el Samnio.


Isaac ASIMOV, «La conquista de Italia», en La República Romana, capítulo 3, páginas 31-34.

10 Los samnitas

La conquista de Italia [2 de 4 partes]


Mientras los romanos estaban ocupados en la Guerra Latina, los samnitas podían pensar que era una buena oportunidad para restablecer su poder sobre la Campania. Pero los romanos siguieron teniendo buena suerte. Durante siglos, los romanos nunca tuvieron que luchar con más de un enemigo importante por vez. Siempre, cuando combatían contra un enemigo, la cautela o las dificultades de diverso género frenaban a otros enemigos.

En este caso, los samnitas estuvieron ocupados por problemas en otras partes. Durante decenios, ellos y otras tribus italianas habían ejercido una constante presión sobre las ciudades griegas del Sur. Por la época en que fueron fundadas las ciudades griegas, tres o cuatro siglos antes, los nativos italianos estaban completamente desorganizados y no causaron ningún problema. Pero ese tiempo había pasado, y las ciudades griegas buscaban permanentemente ayuda externa, pues temían no poder resistir la presión italiana.

En el pasado, los griegos del sur de Italia habían apelado a ciudades como Siracusa y Esparta, pero ahora estaban cerca otros posibles aliados, quizá más peligrosos.

La causa de esto fue el ascenso de Macedonia que mencioné antes. Filipo II de Macedonia había extendido su poder, y en 338 a. C. se enfrentó con los ejércitos de las dos ciudades griegas más poderosas de la época: Atenas y Tebas, y los destruyó. Las ciudades griegas cayeron bajo la dominación macedónica y seguirían estándolo durante un siglo y medio.

Los samnitas observaban todo esto con preocupación, pues si bien Filipo presionaba hacia el Sur, su cuñado, Alejandro de Epiro, mostraba signos de querer reproducir esas hazañas en el Oeste. Fue este peligro lo que mantuvo ocupados a los samnitas mientras los romanos aplastaban a las ciudades latinas y hacían la paz con los galos.

Es verdad que Filipo fue asesinado en 336 a. C. y que su hijo Alejandro III, más extraordinario aún (y que pronto sería llamado «el Grande»), se dirigió hacia el Este y llevó sus invencibles ejércitos a miles de kilómetros de Italia, pero Alejandro de Epiro, aunque de menor talla, aún estaba allí observando atentamente el talón de la bota italiana a través del mar.

En 332 a. C. cayó el golpe. Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, pidió ayuda externa, como había hecho antes en varias ocasiones, y esta vez apeló a Alejandro de Epiro. Este respondió gustosamente, trasladó un ejército al sur de Italia y obtuvo varias victorias sobre los ejércitos italianos.

Durante un momento, las cosas tuvieron mal cariz para los italianos, pues Roma y Epiro sellaron un tratado y surgió la posibilidad de que las dos potencias se cerrasen como tenazas sobre los italianos y, en particular, sobre los samnitas. (Los romanos frecuentemente hacían tratados con las naciones que estaban más allá de sus vecinos, como medio para someter a éstos. Luego, la potencia que había sellado el tratado con Roma se convertía en un nuevo vecino y en la conquista siguiente, pero nuevamente los no romanos no parecen haber aprendido nunca esta lección.)

Desgraciadamente para Alejandro de Epiro, había tenido demasiado éxito para el pueblo de Tarento. Este quería ayuda, pero, al parecer, no demasiada. Pronto los tarentinos empezaron a temer que un Alejandro demasiado victorioso sería para ellos un peligro mayor que los nativos italianos. Por ello le retiraron su apoyo.

En 326 a. C. fue derrotado en Pandosia, ciudad costera del empeine de la bota italiana, y muerto en la retirada. Su sucesor estuvo demasiado envuelto en la política interna para llevar a cabo planes de conquista en Occidente, y por el momento desapareció la amenaza externa para Italia.

Esto permitió a los samnitas dirigir su atención hacia Roma; ciertamente sentían poca amistad hacia una potencia que se había mostrado dispuesta, más o menos abiertamente, a ayudar a Alejandro de Epiro. En 328 antes de Cristo, mientras los samnitas estaban dedicados a combatir con Alejandro, los romanos establecieron una colonia en Fregellae, en su propio territorio, sin duda, pero muy cerca de las fronteras del Samnio. Los samnitas pensaron que esta era una medida destinada a fortalecer a Roma en una futura guerra con el Samnio, y tenían mucha razón.

Ambas partes estaban deseosas de combatir y se hallaban dispuestas a usar cualquier excusa. Una querella local en Campania sirvió a tal fin, y en 326 a. C. empezó la Segunda Guerra Samnita.

Las guerras de Roma habían llegado a un punto en el que afectaban a toda Italia. Tanto Roma como el Samnio buscaron aliados en otras partes de la Península.

Al este del Samnio había dos regiones: Lucania, inmediatamente al norte del dedo del pie de la bota italiana, y Apulia, inmediatamente al noroeste del talón de dicha bota. Las tribus italianas de esas regiones habían luchado contra Alejandro junto a los samnitas, pero en la medida en que se trataba de una cuestión puramente italiana, consideraban que sus vecinos los samnitas eran más peligrosos que los distantes romanos. Así, lucharon de parte de Roma.

Para las ciudades de la Magna Grecia, los lucanos y los apulianos eran sus enemigos inmediatos. Puesto que éstos se habían puesto del lado de Roma, las ciudades griegas apoyaron al Samnio.

Durante cinco años se combatió sin resultados decisivos, aunque los romanos obtuvieron cierta ventaja. Luego, en 321 a. C., llegó el desastre para Roma. Un ejército romano de Campania recibió un falso informe (deliberadamente difundido por los samnitas), según el cual una ciudad de Apulia aliada de Roma estaba siendo atacada por un ejército samnita. Los romanos decidieron inmediatamente acudir al socorro de la ciudad, lo cual suponía atravesar el Samnio.

Al hacerlo pasaron por un estrecho valle situado inmediatamente al este de la ciudad samnita de Caudio, desfiladero por el que se podía entrar por un solo camino y del que se salía por otro único sendero. Este desfiladero era llamado las Horcas Caudinas.

Los samnitas estaban a la espera. Los romanos entraron en las Horcas sin dificultades, pero llegando a la salida del valle, hallaron el camino bloqueado por rocas y árboles cortados. Dieron media vuelta de inmediato y vieron el camino por el que habían entrado lleno de tropas samnitas, que se habían deslizado silenciosamente detrás de ellos. Estaban totalmente atrapados y sin esperanza alguna de poder escapar. Fue el suceso más humillante de la historia de Roma hasta ese momento. A fin de cuentas, una cosa es ser derrotado después de combatir fieramente y otra muy diferente sufrir la derrota por pura estupidez.

Los samnitas podían haber exterminado el ejército romano hasta el último hombre, pero tal victoria les hubiese costado bajas, y pensaron que podían lograr su propósito sin combatir. Sólo necesitaban cruzarse de brazos y dejar que los romanos se muriesen de hambre.

Tenían razón. El ejército romano consumió todos sus alimentos, y luego parecía que lo único que les quedaba por hacer era pedir condiciones para la rendición. Los samnitas presentaron tales condiciones. Los generales que conducían el ejército romano debían hacer la paz en nombre de Roma y convenir en ceder todo el territorio que ésta había arrebatado al Samnio. Bajo estas condiciones, el ejército sería liberado.

Por supuesto, los generales romanos no podían hacer la paz; sólo el Senado romano podía hacerla, y los samnitas lo sabían. Sin embargo, podía persuadirse al Senado a que ratificase el tratado de paz firmado por los generales haciendo que ello mereciese la pena, para lo cual los samnitas tomaron como rehenes a 600 de los mejores oficiales romanos.

Pero los samnitas subestimaron la determinación de su enemigo. Cuando los generales y su ejército derrotado retornaron a Roma, el Senado se reunió para tomar una decisión. Uno de los generales sugirió que él y su colega fuesen entregados a los samnitas por haberlos engañado con un falso acuerdo y que los rehenes fuesen abandonados. Casi todos los senadores tenían parientes entre los rehenes, pero aprobaron la medida. Los generales fueron entregados a los samnitas y el acuerdo no fue ratificado.

Los samnitas objetaron que si los romanos no ratificaban el tratado, no sólo tenían que poner nuevamente a los generales, sino también a todo el ejército derrotado, en las Horcas Caudinas. Por supuesto, los romanos no lo hicieron, y los samnitas mataron a los rehenes, pero comprendieron que habían perdido una gran oportunidad de obtener una verdadera victoria al aceptar la palabra de los romanos y liberar su ejército. No volverían a tener otra oportunidad.

Los romanos prosiguieron la guerra bajo la firme conducción de Lucio Papirio Cursor, quien fue cinco veces cónsul (la primera vez en 333 a. C. y la última en 313 antes de Cristo) y dos veces dictador. Era un hombre que imponía una dura disciplina y no era querido por sus tropas, pero obtenía victorias.

Los romanos lucharon tanto política como militarmente. Establecieron colonias sobre las fronteras del Samnio, llenándolas con soldados retirados y aliados latinos, de modo que podían estar seguros de la región rural, mientras que los samnitas, si trataban de avanzar contra Roma, estarían rodeados de poblaciones hostiles. Los romanos siguieron cultivando las alianzas con las tribus de la retaguardia de los samnitas.


Isaac ASIMOV, «La conquista de Italia», en La República Romana, capítulo 3, páginas 28-31.