12 El Samnio y más allá de él
La conquista de Italia [4 de 4 partes]
Roma no ignoraba en modo alguno el hecho de que los samnitas no habían sido aplastados. Durante los años de paz se fortaleció en todas direcciones. Se anexó el territorio situado al este del Lacio y al norte del Samnio, llegando al mar Adriático por vez primera. De este modo interpuso una sólida franja de territorio romano entre los samnitas del sudoeste y los etruscos y galos del noroeste. Fundó ciudades en los Apeninos (que corren a lo largo de toda la Península Italiana como una columna dorsal) para que sirvieran como centros de fuerza en la ofensiva y de resistencia en la defensiva.
Los galos, naturalmente, sintieron temores ante el creciente poder de Roma. La ciudad que habían tomado y saqueado un siglo antes había logrado surgir de sus ruinas y hacerse cada vez más poderosa. Ahora dominaba 38.000 kilómetros cuadrados de Italia central. Se extendía de mar a mar y ninguna otra potencia italiana podía hacerle frente.
Demasiado tarde (los enemigos de Roma siempre reaccionaban demasiado tarde) los galos decidieron unirse a los enemigos que tenía Roma en la Península y aplastar a la potencia advenediza.
Lucania suministró el pretexto para una nueva guerra, pues llegaron a Roma enviados lucanos quejándose de que los samnitas estaban nuevamente hostilizándolos, en violación de los acuerdos del tratado. Esto era todo le que Roma necesitaba. Rápidamente invadió el Samnio y comenzó la Tercera Guerra Samnita, en 298 a. C.
Pero los samnitas decidieron esta vez no enfrentarse solos con los romanos. Un ejército samnita se abrió camino hacia el Norte, y unido a los etruscos y los galos, enfrentó a los romanos.
Para los romanos fue una alianza temible. No habían olvidado a los galos, y su nombre mismo hacía latir con inquietud los corazones romanos.
Fabio Máximo, que había asolado Etruria en la guerra anterior, fue enviado nuevamente al Norte. En 295 a. C., los ejércitos enemigos se encontraron en Sentinum, a unos 180 kilómetros al norte de Roma y a sólo 50 kilómetros al sur de la frontera gala. Los romanos habían ido al encuentro de los galos recorriendo bastante más que la mitad del camino.
En la batalla que sobrevino, los samnitas y los galos resistieron firmemente el ataque romano durante un tiempo, pero los etruscos se dispersaron cuando los romanos enviaron un destacamento a saquear Etruria. El cónsul colega de Fabio era Decio Mus, hijo y tocayo del cónsul que se había dado muerte para obtener la victoria durante la Guerra Latina. El hijo decidió ahora hacer lo mismo y, después de apropiados ritos religiosos, se lanzó a la línea del frente en busca de la muerte... y la encontró.
Finalmente, los romanos triunfaron. Los restos del ejército samnita se retiraron apresuradamente y los galos fueron prácticamente barridos. La victoria romana fue completa, pues las pérdidas enemigas habían sido tres veces superiores a las romanas.
Terminó el terror que inspiraba el nombre de los galos. Estos ya no tomaron parte en la lucha; tenían suficiente. La pesadilla del 390 a. C. desapareció para siempre de la mente romana. Los etruscos hicieron una paz separada en 294 a. C. y los samnitas quedaron luchando solos.
Papirio Cursor invadió el Samnio. En la parte sudoriental de esta región, a unos 260 kilómetros al sudeste de Roma, el ejército romano (combatiendo cada vez más lejos de su hogar) enfrentó y derrotó a los samnitas en Aquilonia, en el 293 a. C. Los samnitas siguieron luchando desesperadamente durante tres años más, pero por último, en 290 a. C., cedieron nuevamente.
Aun entonces, Roma no estuvo en condiciones de exigir un sacrificio demasiado grande al tenaz enemigo que combatía contra ella, con breves interrupciones, desde hacía medio siglo. El Samnio fue obligado a entrar en alianza con Roma, pero era una alianza de partes casi iguales. El Samnio no tuvo que renunciar a su independencia, pero ya no pudo combatir independientemente; los samnitas sólo podían marchar a la guerra bajo el mando de generales romanos.
Aquietado el Samnio, Roma consolidó su dominación en Etruria y entre las tribus galas al este de Sentinum. En 281 a. C. estaba bajo su control toda Italia, desde el límite meridional de la Galia Cisalpina hasta las ciudades griegas del Sur. Dominaba casi la mitad de la Península.
Pero, como siempre, completada una conquista, surgía un peligro más allá de ella.
Las ciudades griegas del Sur contemplaban con asombro y temor al nuevo coloso que se cernía sobre ellas.
Cien años antes, Roma era una ciudad desconocida, destruida por bárbaros galos (suceso apenas mencionado en las obras de un solo filósofo griego de la época). Luego, durante un siglo, siguió siendo una más de las tribus nativas italianas que los cultos griegos juzgaban desdeñosamente como meros estorbos bárbaros. Ahora los ejércitos romanos estaban en todas partes, y en todas partes eran victoriosos.
Algunas ciudades griegas trataron de sacar el mejor partido posible de la situación uniéndose a los romanos, ya que no podían derrotarlos. Neapolis (la actual Nápoles), muy lejos, al Noroeste, de la principal potencia griega, se alió con Roma.
Pero Tarento, la principal ciudad de la Magna Grecia, no tenía intención de someterse a los bárbaros. Buscó ayuda en el exterior, como había estado haciendo desde hacía bastante tiempo. Fue Tarento la que había llamado a Alejandro de Epiro contra los italianos medio siglo antes.
Mientras Roma se hallaba profundamente empeñada en la guerra con el Samnio, los tarentinos pensaron que habían encontrado en Sicilia al hombre apropiado. Un capaz general, Agatocles, se había hecho amo de Siracusa, la mayor ciudad de Sicilia, en 316 a. C. Desde Siracusa extendió su dominación sobre casi toda Sicilia, y por un momento pareció que sería el campeón de la causa griega en todo el Oeste.
Pero los cartagineses, que combatían contra los griegos de Sicilia desde hacía dos siglos, se pusieron en acción y enviaron un gran ejército contra Agatocles. Este fue derrotado en 310 y acorralado en la misma Siracusa.
Agatocles tuvo entonces una idea sumamente audaz, que iba a tener importantes consecuencias un siglo más tarde. Decidió llevar la lucha a la misma Cartago. Se deslizó fuera de Siracusa con un pequeño ejército y se dirigió hacia la costa africana, eludiendo a la flota cartaginesa.
Los cartagineses fueron totalmente tomados por sorpresa. No habían tenido enemigos importantes en África durante siglos y se sentían seguros de que ningún enemigo podía aproximarse por mar mientras la flota cartaginesa dominase los mares. Por ello, la ciudad y sus vías de acceso no estaban defendidas, y Agatocles pudo saquear y asolar a voluntad. Los cartagineses se vieron obligados a firmar un tratado de paz con él en 307 a. C., con lo que su poder en Sicilia fue aún mayor que antes.
Los tarentinos llamaron a Agatocles a Italia, y éste estuvo en ella varios años. Los romanos, activamente empeñados en someter a los samnitas y consolidar sus conquistas, le prestaron poca atención.
Bajo un hombre como Agatocles, los griegos de Occidente podían haber llegado a ser suficientemente fuertes como para resistir a los romanos. Pero Agatocles no pudo hacer que los tarentinos permaneciesen firmemente a su lado, como no lo habían conseguido los que habían antes ayudado a Tárenlo. Los tarentinos querían ayuda, pero no deseaban ver perturbado su cómodo y próspero modo de vida mientras se los ayudaba ni que quienes los ayudaban tuviesen tanto éxito que llegasen a ser peligrosos.
Agatocles se estaba acercando a los setenta años y abandonó la lucha. Dejó Italia y murió poco después, en 289 a. C.
Tarento, pues, se encontró sola una vez más, y frente a un gigante romano que era más fuerte que nunca. Tampoco había posibilidad alguna de que Roma dejase en paz a las ciudades griegas. Siempre había querellas y crisis locales que le brindaban oportunidades para intervenir.
En 282 a. C., por ejemplo, Thurii, ciudad griega situada sobre la suela de la bota italiana, pidió ayuda a Roma contra las incursiones de las tribus italianas de Lucania, que aún mantenían una precaria independencia. Los romanos respondieron prontamente al llamado y ocuparon Thurii.
Tarento, consternada ante la aparición de un contingente romano en el corazón de la Magna Grecia, cayó en tal desesperación que emprendió una acción por su cuenta. Cuando aparecieron barcos romanos frente a la costa, los tarentinos hundieron los barcos y mataron a su almirante. (Los barcos eran pequeños, pues Roma aún no había creado una verdadera flota.) Alentados por este modesto éxito, luego los tarentinos enviaron un ejército a Thurii y expulsaron a la pequeña guarnición romana.
Roma, aún no dispuesta a luchar en el sur de Italia, y debiendo terminar el ajuste de cuentas más al norte, decidió por el momento presentar la otra mejilla. Envió delegados a Tarento para concertar una tregua y pedir la devolución de Thurii. Los tarentinos se rieron de la manera romana de hablar griego, y cuando los embajadores romanos estaban abandonando el centro del gobierno, un pillo de la multitud orinó deliberadamente la toga de uno de ellos. La multitud rió ruidosamente.
El indignado embajador proclamó amenazadoramente que esa mancha sería lavada con sangre; volvió a Roma y mostró la toga manchada al Senado. Este, lleno de cólera, declaró la guerra a Tarento en 281 a. C.
Ahora los tarentinos se sintieron realmente atemorizados. Una broma era una broma, pero los severos romanos parecían no tener sentido del humor. Los tarentinos miraron al exterior en busca de ayuda, y afortunadamente estaba disponible un general aún más capaz que Agatocles y ansioso de hacer suya la querella tarentina.
Isaac ASIMOV, «La conquista de Italia», en La República Romana, capítulo 3, páginas 34-37.
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