19 de octubre de 2006

¿Sólo un obispo santo en 500 años?

En realidad han pasado algo así como 506 años desde que fuera plantada aquella primera cruz de madera en la Isla La Española por los primeros doce misioneros franciscanos que arribaron a tierras americanas. Más tarde arribaron los mercedarios y los dominicos. Pronto hubo necesidad de implantar en América el modelo tradicional de Iglesia conocido entonces: «la diócesis».

Una diócesis es un antiquísimo modelo de organización eclesial que copia la experiencia administrativa del imperio romano: las primitivas comunidades-iglesias cristianas, fundadas por los apóstoles o sus sucesores, se encontraban en pueblos y ciudades romanas o bajo dominio romano. En cada comunidad eclesial quienes estaban a cargo (de manera clara, aunque no muy uniforme, se encuentran desde entonces diversos ministerios: profetas, maestros, apóstoles, servidores, etc.) cuidaban de los miembros (en ese entonces todos clandestinos, porque el Estado les consideraba delincuentes) que se reunían en sus casas y pasaban a ser, de modo natural, los encargados de una determinada zona. Pero para las diversas comunidades de una zona más amplia (todo un pueblo o una ciudad) fue elegido siempre alguien para supervisar (usando el término griego se diría: «epis-kopear», ver-sobre) el buen desempeño de las mismas. Conforme agarraron experiencia, las diversas iglesias supieron de inmediato que la tradición de estar a cargo de un supervisor («epis-kopós» en griego, el que supervisa) era muy buena («Si alguno anhela obispado, buena obra desea»: 1 Tim 3, 1), sin embargo, supieron también que se trataba de un oficio muy delicado; por eso algunas comunidades hasta describieron lo que hoy llamaríamos un buen perfil: «que no enseñen diferente doctrina, ni presten atención a fábulas y genealogías interminables…» (1 Tim 1, 3-4); «que sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad –pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?–; que no sea un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito…» (1 Tim 3, 1-7). Basta ver estas recomendaciones para imaginarse algunos de esos primeros epískopos… Sin embrago, sus “funciones oficiales” siempre variaron de lugar a lugar, dependiendo de las necesidades y deseos locales, mas por obvias razones se limitaron a influir en una sola zona territorial. Dichas zonas gravitaban muchas veces como hijas en torno a una gran ciudad-madre (o «metrópolis») y a una iglesia-madre («iglesia metropolitana») que vigilaba de ellas, aunque respetando su propia autonomía. Entre los obispos siempre destacó el sucesor de san Pedro, entre las comunidades, la fe de la Iglesia romana siempre fue alabada por las demás y, cuando surgía alguna duda, la única Iglesia que se consultaba sobre qué hacer era a la de Roma.

Pero no fue sino hasta el siglo IV, cuando el cristianismo fue asimilado como religión imperial, que la figura de la diócesis se configura en definitiva dentro de la Iglesia. Diócesis («dioikesis», en griego) significa una administración. El orador Demóstenes usó la palabra por primera vez; y poco más tarde, ésta se usó para nombrar las grandes divisiones políticas del Imperio romano, que a su vez se subdividían en provincias o eparquías. A mediados del siglo V, las diócesis del Imperio eran Asia, Ponto, Oriente, Tracia, Macedonia, Dacia, Iliria, Italia, África, Galia, Hispania y Britania. Así pues, en el uso eclesiástico, una diócesis era primero una extensión enorme que abarcaba varias provincias. Pronto se fue reduciendo y se aplicó a un sólo territorio metropolitano. La configuración que llegó para quedarse fue, sin embargo, cuando se usó para designar sólo el territorio de la jurisdicción de un obispo.

Como sea, en América más que una realidad territorial, esos primeros años de evangelización se trató de un uso político evidente: por encima de los religiosos evangelizadores y sus modelos de administración pública basada en la apacible vida conventual, la corona española impuso a su capricho las divisiones diocesanas que le pareció conveniente. Pudo hacerlo porque desde 1493 los papas le concedieron las tierras encomendándole su evangelización. Pueden recordarse las bulas Inter Caetera, Dudum Siquidem, Eximiae Devotionis, Universalis Eclesiae, Romanus Pontifex, Omnimoda, y Sublimis Deus, de los papas Alejandro VI, Julio II y Adriano VI.

Así pues, aunque más tarde se unieron a la evangelización de América los agustinos y los jesuitas, desde 1528 la Corona había elegido al primer obispo de México, Fray Juan de Zúmarraga, cuya diócesis abarcaba, de manera absurda –como puede notarse–, desde el Puerto de Veracruz hasta el de Acapulco y desde California hasta Centroamérica. A pesar de que dicen que se le apareció la Virgen de Guadalupe, el excelentísimo Señor no dudó en mandar quemar vivo el 30 de noviembre de 1539 a Carlos Ometochtzin, de los principales de Texcoco, acusándolo de idolatría…

En seguida surgirían más diócesis y se nombrarían más obispos. En las colonias españolas y portuguesas, hubo, sin embargo, algunas figuras memorables: recuérdense nombres tan amados como el tata Vasco de Quiroga (+1565), obispo de Michoacán, por ejemplo, o el dominico Fray Bartolomé de las Casas (+1566), obispo de Chiapas. Más recientemente monseñor Manuel Larraín; o José María Pires, obispo negro del Brasil; monseñor Leonidas Proaño, en los Andes; el cardenal Silva Enríquez, en tiempos de la dictadura chilena o Monseñor Romero martirizado en El Salvador.

Pero es necesario mover la vista en el mapa muy, muy abajo. Sólo fue en el Perú que brilló sin tacha el amor de un obispo por Jesucristo. Un laico español, antiguo Inquisidor de Granada, fue nombrado arzobispo de Lima en 1579. Era laico pero inicio el camino de una vocación que lo llevó a profesar una vida religiosa y consagrarse obispo pocas semanas antes de acceder a su arzobispado. No dudó en enfrentarse todos los días de su episcopado con las autoridades civiles para defender lo que consideraba una legítima vida de la iglesia en la Colonia, protegió a indígenas en las llamadas reducciones, creó hospitales, conservatorios, colegios y publicó el catecismo en quechua y aymara. Se llamaba Toribio Alfonso de Mogrovejo (+1606), fue inscrito en la lista de los santos en 1726 y declarado patrono del episcopado latinoamericano sólo hasta 1983…

Pero en México, en el México que recibió la imagen de la Guadalupana, en el México que comenzó su vida independiente al grito de “Patria y Religión”, en el México que floreció en mártires cuyo único delito era proclamar a Cristo como su Rey, en el México que ha visto la fundación de incontables institutos religiosos de caridad, en el México que otorgó a la Iglesia la valiosa reflexión del Documento de Puebla, en el México-Siempre-Fiel de Juan Pablo II, en el México de infatigables peregrinaciones a miles de santuarios todos muy famosos, en ese México bendito sólo un obispo ha llegado este domingo a la gloria de los altares.

Tantísimos son ya los santos mexicanos. Llegan a 30. Indígenas, laicos, religiosos, religiosas, seminaristas, sacerdotes, fundadores y fundadoras, evangelizadores y mártires. Incontables por demás lo santos originarios de Latinoamérica. Pero un solo obispo hasta ahora.

Mexicano de Cotija, su biografía oficial dice que nació el 26 de abril de 1878. Uno de once hijos del matrimonio de Prudencio y Natividad, ésta murió, cuando él tenía apenas nueve años. Tras estudiar en escuelas religiosas ingresó al seminario menor de Cotija (1891), luego pasó al mayor de Zamora (1896) y a sus escasos veintitrés años fue ordenado sacerdote (1901). Desde el inicio de su ministerio se empeñó en el trabajo misionero. Al ser nombrado director espiritual del seminario decidió formar a sus dirigidos en el amor a la Eucaristía y en la devoción marina.

En 1911 se encontró en medio de la revolución mexicana con una campaña contra la Iglesia, campaña la cual intentó contrarrestar con un periódico religioso que fue pronto cerrado y él, desde entonces, perseguido al grado de tener que disfrazarse para poder salir a ejercer su ministerio. En 1915 huyó al sur de Estados Unidos y luego a Guatemala, donde no dejó de misionar. Pronto su fama misionera alcanzó Cuba a donde estuvo sirviendo hasta 1919 con grandes frutos apostólicos.

El primero de agosto de ese año de 1919, recibió el nombramiento episcopal de Veracruz. Por eso, fue consagrado obispo en la catedral de La Habana el 30 de noviembre. Y tomó posesión de su sede episcopal hasta 1920. Una vez allí se dedicó a conocer la realidad pastoral de su diócesis haciendo de cada visita una verdadera misión. Desde el inicio se preocupó por la formación de sus sacerdotes, rescatando de manos del gobierno el viejo seminario de Jalapa, renovándolo. El gobierno le incautó de nueva cuenta el edificio por lo que trasladó el instituto de manera clandestina a la Ciudad de México donde llegó a albergar a 300 seminaristas.

De 18 años como obispo, nueve los pasó fuera de su diócesis exiliado o huyendo de las persecuciones para asesinarle. Sin embargo, mostró muchas veces su valor al ofrecerse como víctima personal a cambio de la libertad de culto y presentándose en persona a uno de sus perseguidores. Y los 18 años los pasó evangelizando y haciendo el bien.

Pobre, poseía solo una sotana que, cuando perdía el color, teñía de nuevo antes que pensar en comprarse otra. En diciembre de 1937, misionando en Córdoba sufrió un ataque cardiaco que le impidió levantarse más de la cama, pero que le permitió seguir al frente de su diócesis y su seminario y desde donde celebraba misa hasta que murió el 6 de junio de 1938 en la Ciudad de México. Sus restos fueron trasladados de inmediato a Jalapa donde multitudes acudieron a sus exequias. En 1950, cuando las condiciones socio-políticas lo permitieron, su cuerpo fue exhumado para ser llevado a una cripta en la Catedral de Jalapa, su cuerpo fue hallado incorrupto, salvo un ojo. En vida lo había ofrecido por la conversión de un general. Comenzó, pues, su proceso de canonización.

Fue beatificado por Su Santidad Juan Pablo II el 29 de enero de 1995 en la Basílica de San Pedro y el domingo pasado fue canonizado por el Papa Benedicto XVI.

Me refiero a san Rafael Guízar y Valencia, obispo.

Fue el 15 de octubre de 2006. Tuve la dicha de asistir con el Padre Pepe y el hermano Beto a su misa de canonización en la Plaza de San Pedro. Son innumerables las gracias que mi familia y yo hemos recibido de este santo, pero nunca imaginé poder estar allí. Recuerdo haber visto con estos ojos que se han de comer los gusanos la famosa carta de bendición que dejó escrita para mis abuelos y sus descendientes. Recuerdo con emoción el día que me impusieron como apodo su nombre en el Seminario de Tlalnepantla. Recuerdo haber rezado ante su imagen en la capilla de la Sede de la Conferencia del Episcopado Mexicano.

Por eso, con los boletos que tramitamos con mucha anticipación, nos levantamos temprano y salimos a las 6 de la mañana para estar allí sabiendo que mucha gente haría lo mismo porque había venido sólo para este acontecimiento. Con anticipación preparé la bandera que me traje y le conseguimos un asta de plástico para poderla pasar por los detectores de metal. Dicen que como ocho mil mexicanos viajaron a Roma para estar allí, yo creo que eran más porque cuando llegamos ya tuvimos que hacer fila. Gracias a que Pepe corrió alcanzamos lugares junto al pasillo central. Y comenzamos a tomar fotos y ondear la bandera. Tuvimos la gracia de sentarnos junto a una sobrina-nieta del santo obispo y ella nos comentó que fue un niño el beneficiado con un milagro por la intercesión de este entonces beato.

Cuando faltaban diez minutos para comenzar se acercó a nosotros un guardia suizo vestido de civil, con un gesto me pidió mi bandera y le retiró el hasta. En ese momento unas religiosas que estaban junto a mí y mis hermanos se enojaron, pero yo quise respetar las indicaciones por miedo a que me quitaran mi banderita definitivamente. Cuando comenzó la celebración el guardia suizo parecía estar vigilándonos sólo a nosotros y cuando una de las hermanas le preguntó sobre su insistencia, el oficial sólo atinó a decirle que lo sentía, pero que tenía que estar allí. Bendita obediencia y qué alegría de no haber insistido con el tema de la bandera en el asta. Nos emocionó, como a todos, el inicio de la celebración, nos emocionó la procesión de entrada y nos emocionó cuando vimos que el Papa se acercaba… Pero no pudimos creer que desviara su camino y se dirigiera… a nosotros. Bueno, en realidad se acercó a bendecir a una niñita que estaba sentada sobre la valla y que era sostenida por una monja brasileña justo atrás de nosotros. Así que, lo vimos tremendamente cerca y supimos porque el guardia suizo nos vigilaba sólo a nosotros…

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Después la ceremonia de canonización se desarrolló de un modo normal: tras los ritos iniciales, el rito de la canonización consiste en la petición que hace el Cardenal encargado al Papa para que inscriba a los beatos en la lista de los santos (solicitud llamada peroratio) y la lectura que hace de sus biografías; enseguida se rezan las letanías pidiendo la intercesión de los otros santos de la Iglesia, luego de lo cual el Santo Padre hace la declaración solemne de la canonización y se colocan unos relicarios con reliquias de los nuevos santos en el altar para que sean veneradas por todos; el Papa manda levantar acta de lo sucedido y la misa sigue con el Gloria y lo demás que se acostumbra.

En esta misa, Benedicto XVI dijo que: «El Evangelio que hemos escuchado nos ayuda a entender la figura de san Rafael Guízar y Valencia, Obispo de Veracruz en la querida nación mexicana, como un ejemplo de quienes lo han dejado todo para “seguir a Jesús”. Este Santo fue fiel a la palabra divina, “viva y eficaz”, que penetra en lo más hondo del espíritu (cf. Hb 4, 12). Imitando a Cristo pobre se desprendió de sus bienes y nunca aceptó regalos de los poderosos, o bien los daba enseguida. Por ello recibió “cien veces más” y pudo ayudar así a los pobres, incluso en medio de “persecuciones” sin tregua (cf. Mc 10, 30). Su caridad vivida en grado heroico hizo que le llamaran el “Obispo de los pobres”. En su ministerio sacerdotal y después episcopal, fue un incansable predicador de misiones populares, el modo más adecuado entonces para evangelizar a las gentes, usando su Catecismo de la doctrina cristiana. Siendo una de sus prioridades la formación de los sacerdotes, reconstruyó el seminario, que consideraba “la pupila de sus ojos”, y por eso solía exclamar: “A un obispo le puede faltar mitra, báculo y hasta catedral, pero nunca le puede faltar el seminario, porque del seminario depende el futuro de su diócesis”. Con este profundo sentido de paternidad sacerdotal enfrentó nuevas persecuciones y destierros, pero garantizando la preparación de los alumnos. Que el ejemplo de San Rafael Guízar y Valencia sea un llamado para los hermanos obispos y sacerdotes a considerar como fundamental en los programas pastorales, además del espíritu de pobreza y de la evangelización, el fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y su formación según el corazón de Cristo». Y mandó que su recuerdo perdure entre todos cada 24 de octubre.

En las diócesis de América Latina más o menos diez mil personas al día dejan de ser católicas. Los obispos han fomentado mucho la pastorales de "espiritualidad" y la atención hacia las élites económico-políticas. El modelo diocesano de Iglesia en algunos lados deja mucho qué desear...

Por eso digo que esta canonización debe servir de acicate para los obispos de México y América Latina, ¿cómo es posible que sólo un obispo santo en 500 años?

1 comentario:

alex dijo...

hola los obispos ya no son santos por que piensan que son la trompa del tren ya que se sienten como muy arriba pero no es asi para estar arriba se necesita ser cercano a la gente, al enfermo, al huerfano, y al sidoso, hoy en dia una visita a un hospital es mera publicidad politica de cualquier gerarca pero enfin deberiamos exigir que se ordenen las mujeres y la iglesia cambiaria totalmente ya basta de tanto hombre ostentoso y lujurioso que solo piensa en estaus y eso byeno bye