08 Los galos
Superviviencia de la República [4 de 4 partes]
Pero la victoria sobre Veyes fue al principio de escasa utilidad. No era probable que los galos, al penetrar cada año más profundamente en Etruria, se quedasen allí, y los romanos, que pescaron con éxito en las revueltas aguas etruscas, descubrieron que sus aguas también estaban revueltas.
Poco después de la captura de Veyes quedó muy claro que las correrías de los galos amenazarían al nuevo territorio romano al noroeste del Tíber y hasta a la misma Roma. Los romanos tendrían que luchar con los galos.
El 16 de julio de 390 a. C. (363 A. U. C.), un ejército galo, conducido por un jefe tribal llamado Brenno, chocó con los romanos en las márgenes del pequeño río Allia, a unos 15 kilómetros al norte de Roma, y los derrotó completamente. (En lo sucesivo, el 16 de julio fue considerado un día infausto por los romanos.)
(Por supuesto, los romanos no llamaban a esa fecha el 16 de julio. Nosotros hemos adoptado sus nombres para los meses, por lo que éstos nos son familiares, con dos excepciones. En la época de la República, los meses que llamamos julio y agosto eran llamados Quintilis y Sextilis, respectivamente, por los romanos. Cada mes tenía tres días principales. El primer día de cada mes, el día en que el mes era «proclamado» («calare») por el Sumo Sacerdote, era las calendas. De esta palabra deriva la nuestra «calendario». El día de mitad del mes —el 15 de marzo, mayo, julio y octubre, y el 13 de los otros meses— era los idus, que proviene, quizá, de una palabra etrusca que significa «división». El noveno día anterior a los idus, contando este mismo día, era las nonas («nueve»). Las otras fechas se indicaban como tantos días antes del siguiente día principal. Así, el 16 de julio era «dieciséis días antes de las calendas de Sextilis». Era un sistema ridículamente farragoso, por lo que en este libro sólo usaré el sistema moderno de meses y días.)
Después de la victoria, los galos marcharon directamente hacia Roma y, más afortunados que Porsena, la ocuparon. Fue la primera ocupación extranjera de la historia de Roma, y durante ochocientos años no volvería a haber otra. Por ello, los posteriores historiadores romanos dieron mucha importancia a este desastre único y llenaron el período de leyendas.
Todos los que pudieron huyeron de Roma ante las noticias del avance de los galos, mientras aquellos capaces de combatir se parapetaron en el Monte Capitolino para ofrecer la resistencia final. Los senadores, según los relatos, se sentaron en los portales de sus mansiones para enfrentarse bravamente con los galos. (Esto parece un desatino y probablemente jamás ocurrió, pero es un buen cuento.)
Los galos invasores saquearon e incendiaron la ciudad, pero se detuvieron asombrados ante los senadores sentados inmóviles en sus asientos de marfil. Finalmente, un galo ingenuo extendió la mano para tocar la barba de uno de los senadores y ver si era un hombre o una estatua. En muchas culturas, la barba es el signo de la virilidad y se considera un insulto que un extraño la toque. Cuando los dedos del galo se cerraron en la barba del senador, éste rápidamente levantó su bastón y lo golpeó. El galo, pasado el primer momento de sorpresa, mató al senador, a lo cual siguió una matanza general.
Los galos, luego, pusieron sitio al Capitolio, y a este respecto se cuenta una famosa historia. Una noche, los galos, que habían descubierto un camino relativamente fácil para trepar por la colina, ascendieron silenciosamente mientras los romanos dormían. Habían casi llegado a la meta, cuando los gansos (que eran tenidos en el templo porque desempeñaban un papel en los ritos religiosos) se inquietaron por los débiles ruidos de los hombres que trepaban y comenzaron a graznar y correr de un lado a otro.
Un romano, Marco Manlio, que había sido cónsul dos veces, se despertó. Cogió sus armas y se lanzó sobre el primero de los galos que acababa de llegar a la cima, a la par que despertó a los otros pidiendo ayuda. Los romanos lograron rechazar a los galos y la ciudad se salvó de la derrota total. En honor de esta hazaña, Manlio recibió el sobrenombre de Capitolino.
Los galos, cansados del asedio, que duraba ya siete meses, y estaban padeciendo por el hambre y las enfermedades, convinieron en llegar a una paz de compromiso; esto es, ofrecían abandonar Roma si los romanos les pagaban mil libras de oro. Se llevaron balanzas y se empezó a pesar el oro. El general romano que vigilaba la operación observó que un objeto de oro, cuyo peso conocía, parecía pesar menos en los platillos. Los galos estaban usando pesos falsos para obtener más de mil libras.
El general protestó, y Brenno, el jefe galo, respondió fríamente —según se cuenta—: « ¡Ay de los vencidos! », y arrojó su espada sobre el platillo encima de los pesos, para dar a entender que los romanos tendrían que entregar una cantidad de oro equivalente al peso de su espada, además de mantener los pesos reconocidamente falsos.
Los historiadores romanos no podían dejar las cosas allí, por lo que añadieron que los romanos, indignados, tomaron las armas y rechazaron a los galos y que éstos fueron completamente derrotados por un ejército conducido por Camilo, quien retornó del exilio justo a tiempo para decir: «Roma compra su libertad con hierro, no con oro».
Pero, según todas las probabilidades, esto último es un lisonjero cuento inventado por los historiadores romanos posteriores. Lo más verosímil es que los romanos hayan sido totalmente derrotados, fueron sometidos a tributo y lo pagaron.
No obstante, la ciudad subsistió, y Camilo, si bien no derrotó realmente a los galos, rindió un gran servicio. Con la ciudad en ruinas, los romanos discutieron si no era mejor trasladarse a Veyes y comenzar allí de nuevo, en lugar de permanecer en una ciudad que los sucesos recientes parecían haber convertido en un sitio de mal agüero.
Camilo se opuso a esto con todas sus energías, y su opinión prevaleció. Los romanos permanecieron en Roma y Camilo fue saludado como «el nuevo Rómulo» y segundo fundador de Roma.
La invasión gala tuvo una serie de consecuencias. En primer término, aparentemente destruyó los registros romanos, por lo que no tenemos anales seguros de los primeros tres siglos y medio de la historia romana. Sólo quedan los cuentos legendarios, más o menos deformados, y algunos claramente inventados en tiempos posteriores, que hasta ahora hemos relatado en este libro. Sólo después del 390 a. C. cesa la leyenda y puede comenzar una historia razonablemente fiel.
En segundo lugar, como después de la invasión de Porsena de un siglo antes, sobrevino una época de trastornos económicos en Roma. Los pobres sufrieron horriblemente y los deudores fueron nuevamente esclavizados.
Manlio Capitolino, el patricio salvador del Capitolio, vio que un soldado que había servido valientemente bajo sus órdenes era reducido a la esclavitud por deudas. Movido por la piedad, inmediatamente pagó con su dinero la deuda del soldado. Luego empezó a vender sus propiedades y anunció que mientras él tuviese el dinero necesario nadie sufriría esa crueldad.
A los patricios les disgustó esta actitud, pues esa bondad y generosidad los dejaba en un mal papel por contraste y, lo que era peor, hacía surgir ideas inquietantes en la mente del pobre. Afirmaron que Manlio estaba tratando de ganar popularidad para proclamarse rey. Manlio fue apresado y juzgado, pero hasta para los patricios fue imposible condenarlo a la vista del Capitolio que él había salvado.
El juicio fue trasladado lejos de la vista del Capitolio. Los patricios, entonces, lograron condenarle y el pobre Manlio fue ejecutado en 384 a. C.
Pero nuevamente se produjo una prolongada agitación entre los plebeyos, que buscaban el alivio de su situación, y a la larga no pudo ser ignorada. Camilo, aunque era un patricio, comprendió que era menester pacificar a los plebeyos. Usó en este sentido su enorme influencia, y como resultado de ello en el 367 a. C. se aprobaron las leyes Licinio-Sextianas. (Así llamadas por Cayo Licinio y Lucio Sextio, que fueron cónsules ese año.)
Esas leyes facilitaron las cosas a los deudores una vez más y limitaron la cantidad de tierra que podía tener un hombre. Al impedir que los individuos acumularan finca tras finca, eliminaron uno de los factores que impulsaban a los terratenientes a ser implacables con los pequeños agricultores cuyas tierras deseaban anexarse. Además, el consulado se hizo accesible a los plebeyos y se impuso la costumbre, después de un tiempo, de elegir al menos un cónsul en una familia plebeya. Después de esto, la distinción entre patricios y plebeyos se esfumó completamente.
En lo sucesivo, a lo largo de toda la historia romana se tuvo la sensación de que el Senado gobernaba en asociación con el pueblo común. Las leyes y los decretos de Roma fueron promulgados bajo el nombre de S. P. Q. R., iniciales tan conocidas para el historiador de Roma como U. S. A. para los norteamericanos. «S. P. Q. R.» son las iniciales de «Senatus PopulusQue Romanus («el Senado y el Pueblo de Roma»).
Finalmente, la invasión gala dio como resultado, en cierto sentido, un nuevo ordenamiento en Italia Central. Los etruscos estaban abatidos, y el vacío de poder que esto originó podía ser llenado por cualquier ciudad que desplegase la iniciativa adecuada.
Roma había sido un centro de resistencia contra los galos y, aunque había sufrido mucho, luchó respetablemente. Posteriormente, la rápida recuperación de la ciudad le hizo ganar considerable prestigio.
Bajo la capaz conducción de Camilo, Roma recobró rápidamente todo el terreno perdido. Mantuvo Veyes y derrotó a los volscos del sur del Lacio en 389 a. C. Hasta los galos fueron derrotados, cuando intentaron llevar a cabo una nueva invasión en 367 a. C.
Camilo murió en 365 a. C., pero los romanos siguieron fortaleciéndose. En 354 a. C. las ciudades latinas fueron obligadas a incorporarse a la Liga Latina, que ya no fue una alianza en igualdad de condiciones, sino que estuvo claramente dominada por Roma. Al mismo tiempo, la parte meridional de Etruria, hasta 70 kilómetros al norte de la ciudad, reconoció la dominación romana.
Roma gobernó sobre más de 7.500 kilómetros cuadrados de Italia Central sólo una generación después de haber sido aparentemente aplastada por los galos. Por el 350 a. C. se había convertido en una de las cuatro grandes potencias de la Península Italiana; las otras tres eran los galos en el Norte, los samnitas en el Centro y los griegos en el Sur.
Isaac ASIMOV, «Superviviencia de la República», en La República Romana, capítulo 2, páginas 22-25.
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